Ojo de loca no se equivoca
La ternura insolente de tu mirar
Llegó marzo, y en alguna parte te imagino presenciando la inauguración femenina del acontecer presidencial. Algo tuyo lleva esa banda, un color, una apuesta, un desafío. Conocí a la Presidenta en tus funerales, Gladucha. Ella llegó de riguroso negro a rendirte su concertacionista homenaje; se veía sincera, se la apreciaba dolida.
Me han pedido que diga unas palabras en el aniversario de tu muerte, Gladys. ¿Y qué podría decir, mi niña? A un año de tu partida, los recuerdos se me cruzan en el aire como pájaros ciegos; como alondras expatriadas, las imágenes no pueden recuperar el color lejano de tu abandono. No sé qué decir, pero lo que sí sé es que tú me entiendes, porque aún no despierto, aún no resucito desde aquella noche cruel en que te fuiste, niña mía.
Desde entonces no tiene mucho que decir este corazón atolondrado que no se convence cuando le digo que nunca más reiremos juntas, nunca más lloraremos juntas, nunca más marcharemos juntas, nunca más pelearemos juntas por los avatares justicieros de esta patria. Lo cierto es que estas palabras no tienen eco en el abismo sordo de tu ausencia, querida. Lo cierto es que no estás, y eso es todo. Alabarte o ensalzar la gesta gloriosa de tu vida no agrega demasiado en esta hora en que nos concentramos para sellar definitivamente el mausoleo que guardará tus cenizas, mi querida Gladys.
No sé cómo decirlo, no sé cómo expresar la náusea viva de tu adiós. Los paisajes que nunca visitamos se quedaron secos sin la tersura húmeda de tu mirada. Aquella arena de Isla Negra, jamás estampará nuestros pasos. Todo lo que no hicimos se quedó en ese florido balcón esperándonos. Esto parece una carta de amor, y también lo es; tú sabías, Gladys, que yo no tengo amigos, sólo amores. Me quedé tan solo y mudo desde que te fuiste, chiquita, y estoy aquí tratando de decir algo, estoy aquí tratando de musitar algo, y no puedo decir nada. Tengo que llenar esta página y no sé cómo; no me salen letras ni palabras, nada más que suspiros, sollozos y lágrimas crespas de payaso. No sé qué decir en esta hora de himnos marchitos y amargas consignas, porque nadie hará vibrar a las multitudes con aquel certero clamor. Nadie irá por la vida repartiendo caricias como claveles. Porque tenías tiempo para todos, paciencia para la más insignificante ilusión. Íbamos por la calle, y la calle vitoreaba de besos tu paso, bella mía. Íbamos por la ciudad, y la ciudad era el resplandor amaranto de tu consecuencia. Qué palabra, me estoy poniendo discursero y tú, en alguna parte, debes reírte. Y reiré contigo, querida. Y bailaré contigo la dulce balada de pensarte, de recobrarte aunque sea en este ebrio delirio, linda mía. Ya sé que este texto no corresponde a una inauguración; menos, a los tijerales tristes de colocar tus cenizas para que las venere la posteridad.
Llegó marzo, y en alguna parte te imagino presenciando la inauguración femenina del acontecer presidencial. Algo tuyo lleva esa banda, un color, una apuesta, un desafío. Conocí a la Presidenta en tus funerales, Gladucha. Ella llegó de riguroso negro a rendirte su concertacionista homenaje; se veía sincera, se la apreciaba dolida. La vi de lejos llegar hasta tu florida mortaja, sólo un segundo, un minuto, en que se vidriaron sus ojos pardos. Nada más; luego, sobriamente, dio media vuelta y se retiró con el mismo severo respeto.
Viste, querida, cómo se junta todo: el Día de la Mujer, la asunción de la Presidenta y tu fúnebre aniversario. Pareciera planificado, novelado por la tinta amarga y dulce del incierto destino. La única que falta eres tú. La única estrella que no alumbra este cielo otoñal. Por acá todo sigue casi parecido, el país que tanto amaste celebra las nupcias económicas de su gloria neoliberal. El país que fue testigo de la masacre y te vio luchar brava contra la injusticia, ahora se quita el sombrero al evocarte. Hace un año que no estás y parece un siglo. Hace un siglo que te fuiste y cada noche dejamos la puerta entreabierta por si quisieras regresar.