DÍA NACIONAL DE LA TORTURA

Por Paulina Acevedo Menanteau Periodista – Comunicadora en Derechos Humanos
Hoy se conmemora en todo el mundo el Día Internacional de Apoyo a las Víctimas de la Tortura, instituido por Naciones Unidas en 1997. Y ayer, en un anuncio inesperado pero del todo valorable, el gobierno informó a través de su ministra vocera, Carolina Tohá, que “de aquí en adelante” decretará el 26 de junio como el Día Nacional contra la Tortura y que enviará al Congreso un proyecto de ley para adecuar la tipificación de este delito en nuestro ordenamiento interno (art. 150 A del Código Penal). Ya que según explicó, “Esto obedece a las recomendaciones que hizo el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas, para ajustar lo que dice nuestra legislación en esta materia a lo planteando en el Tratado Internacional contra la Tortura". La ministra se refiere a la Convención Contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de Naciones Unidas y a las recomendaciones que en mayo recién pasado le hizo al Estado chileno el Comité contra la Tortura de dicho organismo internacional, tras examinar el quinto informe periódico del gobierno dando cuenta de sus avances en la implementación plena de la Convención. Dicha Convención se encuentra vigente en Chile desde 1988, promulgada con reservas (artículos 2, 3, 28 y 30) por la dictadura de Pinochet a fin de evitar, entre otras cosas, que este Comité, encargado de vigilar el cumplimiento de la Convención por parte de los estados, tuviera competencia en el país. Recién en marzo de 2004, el Decreto N° 63 del Ministerio de Relaciones Exteriores restituye esta facultad, pero solo “respecto de hechos cuyo principio de ejecución sea posterior al 15 de marzo de 2004”, es decir, impidiendo su carácter retroactivo y atendiendo sus de requerimientos solo bajo el carácter de recomendaciones generales. Por eso, más allá del gesto simbólico de decretar un día nacional en la materia, lo importante ahora es conocer los contenidos específicos del proyecto que presentará el gobierno y evaluar si éstos cumplen con lo exigido por el Comité para evitar que se sigan violando los artículos 1 y 4 de la Convención. Pues si bien es cierto que en Chile, con la ley 19.567 se modificó sustancialmente la descripción y la penalidad aplicable a los casos de tortura, ella limita las potenciales víctimas a aquellas personas privadas de su libertad, distinción que no existe en la Convención. La legislación nacional tampoco prevé la sanción a las tentativas de torturas, previsto en el artículo 4 de la Convención. Y si el responsable del acto es un policía uniformado, el caso no es juzgado como tortura bajo el Código Penal, sino como “violencia innecesaria” bajo el artículo 330 del Código de Justicia militar, por lo cual la legislación sobre tortura sigue sin aplicación en la práctica. Finalmente, la legislación prevé un plazo de prescripción de 10 años por actos de tortura, lo cual es incompatible con la gravedad del delito y la Convención. Pero esta no fue la única recomendación que recibió el Estado por parte del Comité. Existen problemas de fondo que no han sido subsanados, y que tienen que ver tanto con el pasado como con el presente democrático. A casi dos décadas del término de la dictadura, no se han logrado eliminar estas prácticas de los órganos policiales y de aquellos que cautelan la reclusión de personas, que lejos de desaparecer de la realidad nacional, se han intensificado en los últimos años. Quedando sus perpetradores en la más absoluta impunidad, al ser juzgados por tribunales militares que no garantizan imparcialidad ni tampoco un debido proceso, y que tienen competencia para juzgar a civiles. Por eso, si bien nuestro proceso de transición a la democracia contempla progresos importantes en cuanto a la verdad, a la justicia y a la reparación, aún insuficientes, hay que remarcarlo; poco o nada se ha avanzado, tras el traumático periodo vivido en los setenta, para consagrar una voluntad colectiva, formada en los valores del respeto a los derechos humanos, que logre cimentar las bases para nunca más en Chile vuelvan a sucederse hechos que violenten de manera tan cruenta la dignidad de las personas. La Tortura es por tanto, no solo un problema de la dictadura, sino también de la democracia, teniendo ésta última aún mayor responsabilidad frente a estas realidades. Pues no es esperable –aunque sí deseable- que un gobierno autoritario desista de recurrir a la tortura para alcanzar sus fines. Pero es del todo exigible, y eso debe ser un imperativo, salvaguardar que esto no ocurra en democracia, donde el estado de derecho que la sustancia solo es garantizable cuando existe una adecuada protección de las libertades y derechos que son inherentes e inalienables a las personas. Sin estado de derecho, no existe una verdadera democracia. Y a la luz de las otras varias recomendaciones formuladas por el Comité, algunas de las cuales, dada su gravedad, se le solicitó al Estado presentar informe en el plazo de un año, estamos lejos de constituir una democracia donde impere el estado de derecho. Estos temas prioritarios, a los que el gobierno deberá responder a más tardar en mayo de 2009, y que debieran formar parte de la agenda de trabajo –ojalá conjunta- de las organizaciones que en el país luchan por el fin de la tortura, son: la derogación del Decreto Ley de Amnistía de 1978, reforma al Código de Justicia Militar, intensificación de situaciones de violencia policial y los esfuerzos desplegados para la implementación de políticas de reparación y de atención en salud para víctimas de tortura que vivan fuera del territorio nacional. Respecto de las violaciones cometidas durante la dictadura, el Comité pidió también reabrir la Comisión sobre Prisión Política y Tortura, y derogar la disposición que establece secreto por 50 años a la información Valech sobre la práctica de la tortura durante la dictadura de Pinochet y respecto de las identidades de los perpetradores. Recomendación que se une a la formulada ya en marzo de 2007, por el Comité de Derechos Humanos de la ONU, pidiendo traslado de toda la documentación a los tribunales de justicia. En cuanto a la situación actual, la mayor preocupación del Comité es frente a los múltiples casos denunciados en contra de agentes policiales que pueden constituir actos de tortura, en especial actuaciones abusivas “contra integrantes de pueblos indígenas, en particular, contra miembros del pueblo mapuche”. Por lo mismo pide se efectúen investigaciones “efectivas y transparentes” y “se enjuicien y sancionen a los funcionarios de la policía que cometan este tipo de actos”. Otro de los puntos sensibles es la ausencia de una institucionalidad independiente de derechos humanos en Chile, donde no existe siquiera la figura del defensor del pueblo y el Instituto de Derechos Humanos que se proyecta, tiene serias deficiencias. Si bien es cierto que un número importante de estas recomendaciones encuentran su freno o piedra de tope en el Congreso, ellas, en si mismas, son lo suficientemente contundentes y categóricas como para alentar un debate público intenso, que logre forzar estos procesos. Pero que no se ha hecho. Pues hasta el momento los gobiernos de Concertación han mantenido una actitud timorata a la hora de enfrentar, de manera decidida, los resabios de la dictadura y a quiénes protagonizaron y protagonizan prácticas de tortura. Pasando de la “justicia en la medida de lo posible”, acuñada durante el gobierno de Aylwin, a la política de los “acuerdos” y de los “consensos”, primero con los militares y posteriormente con los partidos políticos. Es de esperar que el procesamiento ayer del autor material del asesinato de Matías Catrileo, que constituye tortura en democracia, sea augurio del principio de un cambio. Sino, de nosotros depende exigirlo, para que el crimen y la tortura Nunca Más en Chile continúen instalados como una política de estado.