Por Alejandro Lavquén
Al observar el escenario político de los últimos días, en torno al conflicto de la educación en Chile, se hace cada vez más evidente la estrategia de la derecha pinochetista-portaliana que nos gobierna. Editoriales, crónicas y columnistas de El Mercurio, La Tercera, Las Últimas Noticias y La Segunda apuntan, directa o subliminalmente, a que lo primero que debe hacer el gobierno es derrotar la protesta social. Es decir, acabar con las tomas y movilizaciones de los estudiantes para poder dialogar con “tranquilidad” y “alturas de mira”. Parte de esta estrategia es utilizar el diálogo con los rectores para aminorar lo que los reaccionarios llaman “radicalización de las posturas de los estudiantes”, radicalización que, en honor a la verdad, no es otra cosa que luchar legítimamente por sus derechos. En este punto es importante señalar que se debe tener precaución y no se puede caer en la ingenuidad de confiar en los rectores, pues no debemos olvidar que el Consejo de Rectores, por mucho que diga públicamente apoyar los cambios en educación y solidarizar con los estudiantes, finalmente obedece a las directrices del sistema neoliberal imperante y está permeado por el discurso del poder que éste inocula. El caso del Parlamento es el mismo que el de los rectores, donde congresistas de gobierno y oposición han sido cómplices de lo que viene ocurriendo en la educación desde hace más de veinte años.
Por otro lado, el gobierno, apoyado por los servicios de seguridad y sus infiltrados en las marchas, busca la criminalización y desprestigio del movimiento estudiantil y de quienes lo apoyan, sumándole a esto una campaña comunicacional que pretende imponer la idea de que las peticiones de los estudiantes son imposibles de realizar y que además incluyen en éstas cuestiones que no pertenecen al ámbito de la educación sino al político; es decir, un ámbito donde no les corresponde exigir ni resolver a los estudiantes.
Ante estos hechos, hasta hoy la actitud de los estudiantes ha sido clara y firme, no han cedido a las presiones ni se han dejado amedrentar. Mantienen su petitorio central y defienden su derecho a opinar en política y asuntos económicos con el mismo derecho que tiene todo ciudadano. Junto a esto está la exigencia de una educación pública de calidad y gratuita, y el fin del lucro en la educación, asuntos cuya solución va de la mano con reformas tributarias y cambios políticos de fondo. Los estudiantes tampoco se han dejado farandulizar, como ocurrió con los Pingüinos en el año 2006; y los intentos, en ese sentido, por parte de la TV y la prensa empresarial, no han sido pocos. Lo importante de este movimiento es su propuesta más allá del problema de la educación, pues han colocado en la mesa de discusión temas relacionados con la democracia y los derechos ciudadanos, como son, por ejemplo, acabar con una Constitución ilegítima, pedir una Asamblea Constituyente y exigir la recuperación de nuestros recursos naturales y estratégicos, recursos que fueron saqueados por la derecha pinochetista en los años ochenta, y en los noventa con la complicidad de la Concertación. Los estudiantes también han demostrado inteligencia y cohesión en sus planteamientos, proyectando la protesta social como un derecho sine qua non del pueblo, demostrando con ello que la protesta social es una herramienta absolutamente legítima contra los opresores que se enriquecen a costa de la miseria de todo un país.